sábado, marzo 24, 2007

HISTORIAS VERDADERAS - EL COMPAÑERO

Trabajaba en una pequeña escuela de educación especial. Era mi primer trabajo con nómina después de la facultad.
El ambiente no era muy bueno. En el trabajo los problemas son inversamente proporcionales al tamaño. Cuanto más pequeño es el centro los problemas se amplifican, cuando más grande es se diluyen. Eramos unos diez: maestros, fisioterapeutas, psicólogos y auxiliares. Y un administrador: Luis, un treintañero alto, pálido, que nunca sonreía y que hablaba poco. A pesar de todo ello estaba casado. Era el hombre de confianza del presidente de la escuela.
Habíamos intentado incorporar al administrador al equipo, tratándole como un compañero más. Pero él se sentía diferente. No quería oír hablar de sindicatos ni de mejoras laborales. Trabajaba de administrativo por las tardes en un banco y, este trabajo, por las mañanas debía hacerle creer que era un directivo.
Hubo rumores que se había liado con la madre de un alumno. Rumores. Apenas los escuchaba. No porque no me interesaran si no porque había demasiados. Además el mal ambiente hacía que se creasen grupos. Básicamente se crearon dos: en uno estaba yo y en el otro el resto. No dice mucho de mi, lo sé. El problema, lo descubrí más tarde, era que cuestionaba el trabajo que hacían los profesionales más antiguos. Y ellos tenían el poder. Y la gente se une a los que tienen el poder.
Un día vino el marido de la que supuestamente estaba enrollado el administrador. No era muy alto pero si atlético y nervioso. De su misma edad. Tenía dos títulos universitarios, economista y abogado. Preguntó por Luis, no estaba, le dije que si quería esperarle no lardaría mucho. Lo esperó en el despacho. Más tarde sonó el teléfono, era la madre del niño preguntando por Luis. Le dije que no había llegado, pero si quería le pasaba con su marido que si estaba. Ella no quiso, pero me pidió que avisara a Luis para que la llamase lo antes posible.
Volví con mis niños. Recuerdo que la puerta de alguien al entrar. Poco después gritos, golpes, chillidos...
Unas maestras entraron descompuestas en el aula donde estaba, me dijeron que se estaban matando, no me lo verbalizaron pero me pedían que hiciese algo.
Mecánicamente me saqué las gafas, pensé que se me podían romper, y salí al pasillo. El padre golpeaba con todas sus fuerzas y con una barra de hierro la cabeza del administrador. Este se cubría con las dos manos. Las cabeza, las manos, las paredes del pasillo estaban manchadas de sangre. Chillaba como un cerdo, no es un insulto, he oído los cerdos cuando están asustados. Un grito agudo, inacabable, sin vocales. No sé porque con estas experiencias no me adelanté a Tarantino. Arrebaté la barra del agresor. Este, cuando se vio sin ella se apaciguó. Me llevé a Luis al baño, vino una fisioterapeuta que también era enfermera. Tenía el cráneo roto por varios lugares, salían borbotones de sangre con las pulsaciones. También tenía los dedos fracturados. El marido tendría dos carreras pero no había rematado la faena, claro que Luis se movía y eso dificultaba el trabajo. Ayudé a vendar la cabeza con unos paños.

Habían llamado los demás a la policía y a una ambulancia.
Las compañeras que hasta hacía menos de una hora no me dirigían la palabra, me pedían por favor que me quedase con el agresor, ellas no se atrevían. No era para eso por lo que me pagaban pero me fui con él a un despacho. Él había llamado a su abogado. Estaba tranquilo. Me empezó a contar que Luis le había puesto los cuernos, yo aún tenia los zapatos manchados de sangre y la adrenalina por las nubes como para prestar atención a los detalles.

Se llevaron a Luis al hospital para que los interinos solucionaran el rompecabezas (lo siento, es un chiste fácil).

Más tarde, después de la policía y de intentar limpiar el desaguisado sonó el teléfono. Era la mujer de Luis, ya debía estar en el trabajo y no había llegado. Sucedía algo? Le dije que no se preocupase, que había tenido un pequeño accidente, que lo habían llevado al hospital pero que estaba bien. La mujer me dijo que no le mintiese, que qué había pasado, nada, le seguí mintiendo no sé por qué; le dije que había tenido una pequeña pelea con un padre y que tenía unos cuantos golpes. La mujer se puso histérica, empezó a gritar que lo sabia, lo sabia, lo tenían que haber matado, por cerdo... empezó a insultar a su marido y yo, con una tranquilidad postadrenalínica digna de un buda tibetano, colgué el teléfono.

Me encontré casualmente a Luis un día por la calle.
Habían pasado unos meses. Yo había dejado la escuela y él creo que tampoco iba por allí.

No habíamos vuelto a vernos desde entonces.

Me vio de lejos, al acercarse me saludó. Pensé que me daría las gracias o que mostraría agradecimiento. Recordé que en algunas culturas quedas en deuda con el que te ha salvado la vida.

Me dijo: Hola Carlos! Cómo estas?

1 comentario:

Hilario dijo...

La verdad, yo esperaba que al menos se acordase de mi nombre. No sé si cada día alguien le salva la vida, pero aún así yo haría un pequeño esfuerzo de memoria. Claro que igual alguno de los golpes le estropeo el disco duro.