
Carlos debe rondar los 30 y pocos. Cabello negro, abundante y ondulado. Algo más que obeso conversa pausadamente mientras conduce su remís. Dejó buenos aires en el 2001, había conseguido independizarse, un negocio de compraventa de autos, cuando sobrevino la hecatombe. Dejó todo y se vino al sur, a empezar de nuevo. Es el sino de los emprendedores, dice, no dejarse caer y volver a empezar. Eso si, maldice, perdiendo la calma que ha mantenido en toda la conversación, al innombrable (Menem) y a los dirigentes que ha tenido este país.
Gladys tiene los mismos años que yo, bueno me gana por un año y pocos días, sin embargo su aspecto vital es de alguien mucho mayor: hombros caídos, cara ligeramente abotagarda, mirada lábil, sonrisa insegura... Está pasando un mal momento. Durante cinco años fue la directora de la escuela de teatro de una ciudad mediana del sur, tenía el apoyo de los mandamases y traía incluso grupos o actores de cierto prestigio aquí. Pero cambió el alcalde y también la camarilla. La echaron fuera, eso hace ya un año, y sigue casi tan afectada como el primer día. Me enseña, de lejos, el teatro al que ella le había dedicado tanto tiempo y esfuerzo. El actual responsable lo ha pintado de blanco. Es, dice, como si un hospital lo pintasen de negro. No pillo bien la similitud, pero veo a esta señora que me acompaña y la verdad, siento cierta congoja por si llego a tener su aspecto dentro de un año.
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